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Nueva York, entre lo portentoso y el miedo

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Escrito por: Enrique Cabrera Vásquez

Nueva York.- Esta gigantesca urbe metropolitana cuyos encantos peculiares deja anonadado al visitante primario, trémula, portentosa, se muestra hacia el universo mostrando con orgullo su variado contraste y perfección arquitectónica.

“La Gran Manzana” o “La Capital del mundo” se explayó al firmamento internacional con signo histórico al erigirse como capital de los Estados Unidos de América desde 1785 hasta 1790.

Desde entonces se convirtió en la gran ciudad apetecible por la generalidad de los inmigrantes universales que la visitan en procura de un mejor horizonte económico y social.

Esta mega ciudad de multicolores contrastes, extensa e inmensa, muestra orgullosa sus más de 129 mil kilómetros cuadrados que conforma su condición de uno de los más importantes estado de la Unión.

Con sus montañas, ríos; unos 8 mil lagos, 205 kilómetros de playa sobre el Océano Atlántico. 603 kilómetros de costa entre los lagos Ontario y Erie y las famosas cataratas del Niágara del lado norteamericano.
Con su famoso Central Park, el Empire State Building, monumental edificio del arte deco con sus 102 pisos de alto, la catedral de San Juan El Divino, la construcción neogótica más grande del mundo.

El Chrysler Building construido en 1930 y que fuera en esa época el edificio más alto del mundo; el Citicorp Center, uno de los rascacielos más famosos de la ciudad, el bello edificio que aloja el Ayuntamiento; el City Hall, del período de la arquitectura Federal, su popular Estatua de la Libertad, un regalo del pueblo francés a los Estados Unidos en 1884.

El World Trade Center conocido como las mundialmente Torres Gemelas de 110 pisos de alto, ( destruidas por un acto terrorista el 11 de septiembre del 2001), el Rockefeller Center, todo un bien diseñado conjunto de majestuosos edificios de gigantescas alturas, sus impresionantes puentes que simbolizan su alto desarrollo material, las Torres con cúpulas de cobre, la isla Ellis y la línea del horizonte de Manhattan, todo una hipnótica belleza; en fin, es Nueva York una inmensa y agradable metrópolis atractiva llena de belleza material y florecimiento social.

Pero esta encantadora realidad entra en abierta contradicción con su situación humana. A la par que se exhibe ese Nueva York maravilloso, el que vemos en las películas y los documentales interesados, se oculta el Nueva York en el que abundan los hechos de violencia y bestialidad humana.

El índice de criminalidad y delincuencia resultante de la brega de consumo y tráfico de estupefacientes es sumamente alarmante. Miles de potenciales y presuntos delincuentes criminales han tomado sus calles.
Aquí nadie esta seguro; nadie se preocupa por la suerte del otro sino por la propia. El individualismo predomina en las relaciones humanas. La cultura del miedo, del pánico domina las interrelaciones humanas.

En Nueva York, nadie confía en nadie; una desconfianza creciente reina en su entorno social. Todos se miran con recelo y temor. Nadie saluda a nadie. Las miradas se cruzan en un ritual de silencio incógnito, siempre a la expectativa, en la espera de la potencial agresión o del asalto.

Una vida humana vale menos que un arete de 30 dólares, el precio que cargaba una joven mujer, de 23 años, cuando fue arrojada a las líneas férreas del tren en Brooklyn por un mozalbete de apenas 15 años de edad.
Bajos los efectos alucinantes de las drogas miles de adolescentes se lanzan implacablemente contra el género humano. Asesinan, secuestran, matan, asaltan, violan, atracan, roban, engañan, mienten, en fin; cometen las peores tropelías, atrocidades y canalladas imaginables.

Ni siquiera en los apartamentos de los Builldig se esta seguro. Cada vez que alguien toca una puerta anunciándose, desde su interior le responde una voz temerosa y desconfiada que cree le llegó su turno de ser asaltado.
De nada ha valido el esfuerzo de las autoridades para reducir a su mínima expresión el auge de la delincuencia criminal, resultante del auge del consumo y venta de estupefacientes. Cada segundo se reporta la ocurrencia de un nuevo hecho de sangre o de la explosiva conducta criminal de un maniático psicópata víctima del consumo excesivo de drogas.

La magnitud de esta preocupante situación ha desarrollado en el sentimiento personal una actitud insensible y hasta inhumana. Todas las fibras humanas han sido invadidas por la cultura del miedo y el espanto. A nadie le importa la suerte ajena. No hay espacio para la condición humana sino para la bestialidad.

Muchos analistas culpan de la situación a la emigración hispana, asiática y árabe, entre otras. Otros más osados y atrevidos asumen una posición racista y claman por el cierre de la frontera norteamericana como una solución para contrarrestar el mal.

El debate ha llegado al más alto escenario político, y los aspirantes a la Casa Blanca tocan el tema asiduamente con profundidad en cada campaña electoral.

No se puede culpar a la inmigración, la sociedad estadounidense históricamente por si misma es una sociedad de forastero, de inmigrantes. Nadie puede considerarse auténticamente norteamericano.
Ese país fue creado por llegados de otras tierras lejanas y cercanas. Es verdad que hay inmigrantes indeseables e indignos de permanecer guarecidos por el “sueño americano”. Pero la mayor verdad es que la mayoría de los que llegan a esa gran nación lo hacen esperanzados en encontrar un trabajo digno que le permita socorrer sus necesidades vitales. Allí llega gente buena y mala como también hay norteamericanos buenos y malos que van hacia otros países.

El problema no está en la inmigración sino en el propio desarrollo desenfrenado y sin control. Los lumpenes, los degenerados y anti sociales que siembran el terror y el llanto en las calles de Nueva York son una minoría. Un reducido conglomerado multiétnico carente de conciencia y responsabilidad moral. Esa claque parasitaria y nefasta se ha amparado en la hospitalidad para vivir del desasosiego y el temor.

Estados Unidos como un todo es una extraordinaria nación digna de respeto y admiración, y Nueva York es una magnifica ciudad, acogedora y placentera. Sus cinco distritos, Manhattan, Brooklyn, Bronx, Queens y Staten Island, conforman todo un mundo deseado y apreciado.

Es verdad que hay dos Nueva York, el de los rascacielos; el Centro Lincoln de Bellas Artes, el Museo Metropolitano del Arte, el Museo de Historia Natural, el Museo Gauggenheim, el Puerto Marítimo de la Calle Sur, el Puente Queensboro, el puente Verraza, el Muro del Recuerdo, Greenwich Village, el edificio que aloja la sede de las Naciones Unidas, el Centro de Convenciones Jacobo Javits, el Madison Squeare Garden, la belleza impresionante del centro y el bajo Manhattan, el Times Square, la larga calle Broadway “ donde se cruzan dos caminos del mundo”, la plaza World Wide y el Edificio Old Flat Iron, La Catedral de San Patricio, las avenidas Quinta y Sexta, la Plaza Rockffeller, la Original Torre Spirling, la Terminal Grand Central con su reloj Mercurio, Hércules y Atenas, el edificio Crown, la Mansión Marcy, el Holiday Inn Crown Plaza, el Hotel Essex House, el Gran Hotel Hayatt, el Hotel Carlyle.

El Nueva York de las películas pintoresco y sustanciado por las extravagancias absurdas y escandalosas; y el otro Nueva York; el de los negros de Harlen, el de los drogadictos que pululan por sus calles, el de las gangas de jovenzuelos asesinos y desalmados, el de los consumidores y vendedores de drogas, el de los hampones y más altos y refinados delincuentes, el del miedo y la inseguridad.

El Nueva York “de los bajos mundo de Manhattan”, ese que no se presenta en revistas ni documentales turísticos. Ese que cada día crece ante la impotencia de sus autoridades y que es visto con ambición por los cazadores de fortuna mal habida.

Este es el gran contraste de esta “manzana”, que se debate antagónicamente entre su portentoso desarrollo tecnológico, material, económico, industrial, descomunal y social, y su creciente individualismo cargado de insensibilidad humana. Entre el esfuerzo de sus dirigentes y la constante provocación y desafío de la sociedad delincuencial que trata por todo los medios de apoderarse de sus calles.

Entre la titánica entrega al trabajo productivo y un ejército de parásitos sociales, de vagos, prostitutas, vendedores de drogas, lumpenes y delincuentes de la peor ralea.

En sentido general Nueva York es una ciudad hospitalaria y acogedora. Portentosa y majestuosa. Monumental y atractiva. De llamativos encantos y singular belleza arquitectónica.

La de los dólares y más dólares, la que simboliza el progreso y el desarrollo. La que siempre se mantendrá imponiendo como “LA CAPITAL DEL MUNDO”.

Enrique Cabrera Vásquez

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