«Las dictaduras mediáticas sustituyen los gobiernos, secuestran la democracia y la voluntad de pensar de los oprimidos; desde un amplio laboranismo de mentira, engaño y calumnia, controla y manipula a la sociedad, los pueblos, la gente; les imponen creer en mentiras y sentir pánico por la verdad de los cambios sociales en favor de los pueblo». (Enrique Cabrera Vásquez)
18-marzo-2018.- Corren tiempos difíciles en nuestra región – y no tan sólo en ella. Es exasperante comprobar cómo en varios países la ardua tarea de construir naciones más soberanas y justas – o al menos lograr avances en ese sentido – parece ser echada por tierra en pocos meses por gobiernos impuestos por el poder corporativo.
Tales son los conocidos casos de Argentina y Brasil. Incluso Ecuador, otrora líder de avanzada en sus políticas de inclusión e integración regional, ha entrado en un cono de sombra, relativizando conquistas y abriendo la puerta a una posible regresión conservadora. Otro tanto cabe esperar de Chile, dónde queda por ver si los tibios pasos dados por el gobierno de Michelle Bachelet en lo referente a derechos humanos y sociales resistirán el ataque de las políticas de Piñera, en especial, del ala fundamentalista que lo apoya.
En el Perú, la esperanza que suscitó en su momento el triunfo del nacionalista Humala, desapareció rápidamente con un gobierno decepcionante, débil y anecdótico, arrasado luego por los intereses mafiosos del capital local y multinacional, cuya corrupción es endémica y pandémica. Intereses que ahora hacen volar en pedazos al gobierno del hombre de la banca, Pedro Kuczynski, provocando un vacío que será llenado a conveniencia por el mismo poder fáctico.
Los resultados de las recientes elecciones municipales en El Salvador y la primera vuelta de las presidenciales en Costa Rica muestran amenazas de retroceso en el mismo sentido. La compulsa electoral parlamentaria e interpartidista en Colombia dio prueba inequívoca del poder inalterado que retienen la derecha violenta y el feudalismo polítiquero, apoyados por sectores oligopólicos de las finanzas y los medios hegemónicos. En Uruguay, la embestida restauradora gana adeptos con el habitual discurso fariseo de “necesaria alternancia”, frente a un gobierno que ha cedido la mayor parte sus posiciones progresistas a las presiones económicas y diplomáticas de la derecha.
Es como si Sísifo hubiera metamorfoseado en versión latinoamericana, empujando una y otra vez la piedra de la esperanza popular, para ver luego cómo ese esfuerzo se desmorona a manos de oligarquías insensibles, siempre al acecho, siempre atentas a no perder o a recuperar terreno perdido.
El fraude a la voluntad popular de cambio democrático e inclusivo en Honduras, el dominio estadounidense sobre las cúpulas políticas y judiciales en Guatemala junto al control férreo ejercido sobre Panamá, el Plan Cóndor mediático-judicial actualmente en curso contra líderes populares como Lula o Cristina Fernández y la orientación militarista del gobierno de Trump dejan entrever las enormes dificultades que habrán de sortear López Obrador en Méjico o Petro en Colombia, incluso el más moderado Efraín Alegre en Paraguay para evitar que gobiernos acérrimamente alineados con el neoliberalismo continúen asolando a sus respectivas naciones.
En medio de este poco auspicioso panorama resisten altivos los gobiernos de Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia, cuya impronta revolucionaria se sostiene en las mayorías populares junto al control de resortes claves del Estado, construyendo con gran esfuerzo ante el asedio propagandístico y económico. Ante la imposibilidad de doblegar la voluntad popular por vía democrática, el imperialismo reserva para estos países la estrategia golpista, la estigmatización, las sanciones e incluso la vía bélica, si todo lo demás fallara.
¿Es posible ahondar en las raíces de estos síntomas, tomar una radiografía, establecer alguna matriz común del cuadro político regional?
En los albores de la sociedad postindustrial
La financiarización de la economía en conjunto con la aplicación y combinación de tecnologías de avanzada, la internet, la automatización y la robótica han puesto a los conjuntos humanos a las puertas de una sociedad postindustrial, caracterizada por una alta productividad, una fuerte impronta hacia el consumo individual pero con tendencia a disminuir la participación del trabajo en la cadena de producción y reducir los ingresos de los segmentos más pobres.
Esta sociedad postindustrial en pleno desarrollo genera la precarización laboral de amplios sectores, la presión sobre derechos sociales conquistados y el quiebre de la dinámica de ascenso social, con la desilusión e impotencia existencial que ello supone. Por otra parte, produce el desplazamiento de la economía de sectores mecano-industriales al sector servicios.
Al precarizarse la base social, al atomizarse las unidades de subsistencia, se resquebrajan tradicionales estructuras de organización popular, abriendo la puerta a la necesidad de articulaciones sectoriales en torno a reivindicaciones puntuales o recurriendo al conocido esquema de liderazgos representativos alrededor de los cuales se concentra el clamor popular.
Sin embargo, un alto porcentaje de la población queda desconectado, luchando en soledad contra corriente o en pequeños grupos de acción inocuos. Esta suerte de inorganicidad resulta también de la falta de adhesión a proclamas, valores y fórmulas de acción que ya no concitan el mismo entusiasmo de antaño, sobre todo en las nuevas generaciones.
Así se produce la discordancia entre el masivo reclamo apoyado unitariamente que no se condice luego con la incorporación activa a la lucha política ni a los resultados – supuestamente democráticos – que ofrecen las urnas.
La desestructuración de formas culturales comunitarias por el éxodo masivo hacia los centros urbanos contribuye a diluir aún más el lazo de pertenencia y la solidaridad en las luchas. Como factor no menor se agrega a este cuadro de desmembramiento la ideología individualista, de la que son fácil presa sobre todo los factores de ingresos medios y altos del espectro social, pero que también, por imitación o ingenuidad, carcomen la conciencia y las posibilidades de acción colectiva de los más humildes.
La abstención es una de las principales responsables de la contradicción realmente existente entre el malestar social extendido y la falta de transformación, al menos en lo referente a la superestructura política. Por ello, la abstención es un fenómeno fomentado desde las cúpulas del poder económico, ya que permite a los aparatos enquistados en el juego partidocrático continuar actuando como bufones de gestión, siendo relativamente fáciles de controlar a través de la corruptela y los medios hegemónicos.
El propio sistema de control a través de la corrupción empresarial del Estado abona convenientemente el fastidio popular, direccionando la crítica hacia los cómplices políticos del desfalco pero ocultando las motivaciones corporativas que las originan.
Al descrédito generalizado, se suman cierta desidia y un escepticismo derivado de la traición repetida a promesas preelectorales. En especial las nuevas generaciones son altamente reactivas al discurso vano y la pose hipócrita, todo lo cual completa un panorama de inmovilidad plenamente justificado pero altamente ineficaz para cambiar las cosas.
La violencia de la exclusión
La exclusión es la principal forma de violencia y se reproduce adoptando distintas modalidades. Del crimen de la exclusión nacen los demás crímenes, configurando un panorama social asfixiante.
Ése es el campo de cultivo para el discurso de mano dura y el gatillo fácil, para la represión, la discriminación, la compra de votos, la extorsión política, el fraude y la militarización social.
El temor y la regresión fundamentalista
La inseguridad personal no es solamente fruto del desquicio de la violencia en sus diferentes formas. La aceleración de los cambios en el estilo de vida, en los usos y costumbres, en los modos de producción, en los objetos y valoraciones ocasiona un fuerte extrañamiento en amplias capas de la población. A ello se suma la clausura de imágenes posibilitarías de futuro, lo que da paso a una radical incertidumbre, que es sentida sobre todo en los sectores más explotados y alejados de la centralidad en la que se toman las decisiones. Precisamente en esa periferia social olvidada y reprimida es donde crecen corrientes de regresión fundamentalista, en particular, las que se apoyan en credos religiosos a los que se otorga ingenuamente el mágico poder de lograr que las cosas vuelvan atrás.
El control mediático de la subjetividad
La mediatización de la realidad es un hecho evidente. Sin embargo, suelen pasar inadvertidos sus (d)efectos: entre el suceso y la percepción del mismo hay un factor mediático entrometido y hegemónico que manipula a conveniencia lo que aparece, cómo aparece y también lo que desaparece. La subjetividad se ve así jaqueada por intereses de lucro y poder, eliminando la posibilidad de libre juego democrático.
En consonancia con el desprestigio de “la política” y la penetración de la prensa surge la promoción sistémica de “outsiders” mediáticos (o mediatizados), con poco o ningún pasado de militancia. Al par de reducir costos y tiempos de instalación de imagen en la opinión pública, el perfil “apolítico” del candidato suele concitar una fuerte adhesión inicial. Por último, la dependencia de dichas candidaturas de estructuras de apoyo ajenas y de la imagen pública, aseguran a las élites poder desprestigiar o incluso desactivar al candidato ante cualquier asomo de posturas que pudiesen afectar la relación de fuerzas establecida.
El pésimo mal menor
Los sistemas electorales presidencialistas, mayoritarios en la región, inhiben la dispersión democrática de fuerzas, encadenando la opinión soberana del pueblo a dirimir gobernantes en segunda vuelta entre opciones bipolares. El reto de acumulación que esto supone hace que generalmente siempre haya como mínimo en la liza final una opción promovida por los dueños del dinero, cuando no las dos. Así, la decisión final sobre el gobierno a elegir queda reducida con frecuencia al “mal menor”, que en no pocas ocasiones no es una opción de verdadera transformación en sentido evolutivo.
La militarización
A pesar de los distintos intentos de control ante el caos social galopante, las poblaciones indignadas no se resignan al rol de mansos corderos que el poder pretende asignarles. De esta manera, surgen y crecen en toda la geografía regional extendidos movimientos de protesta y reivindicación. Mujeres, campesinado, estudiantes, trabajadores, pueblos indígenas, diversidades sexoafectivas, jubilados y un largo etcétera logran articularse para exigir transformaciones sistémicas.
Ante ello, los gobernantes ilegítimos, aquellos que no representan los intereses de las mayorías populares – indistintamente si han cumplido las formalidades pseudodemocráticas vigentes o no- reaccionan militarizando el entorno social. Los gobiernos de derecha van adoptando un carácter fascista apenas disimulado por una delgada capa de mentira mercadotécnica. Todo hace prever que esta tendencia se acentúe.
¿Futuribles?
La situación, aún en su gravedad, no da lugar al pesimismo fáctico. La memoria de la construcción social, la proyección de un posible futuro mejor existen y actúan en el imaginario social, más allá de la insensatez del poder y el oportunismo acomodaticio de sus sirvientes.
Así como la roca de Sísifo rueda cuesta abajo, siempre hay millones de manos dispuestas a emprender nuevamente el ascenso. La rearticulación novedosa del pueblo y la unidad en la diversidad marcarán sin duda el sendero de las nuevas revoluciones por venir.