Escrito por: Carmen Imbert Brugal
REPUBLICA DOMINICANA.– Entonces, “el don” no era el ser renacido. Escribir sus hazañas, relatar las humillaciones a su familia, no provocaba reacción, menos piedad. Fue intrascendente para los píos que ahora aguardan, atentos, su palabra. Nada dijeron cuando los muebles que hoy se exhiben en los espacios de la Suprema Corte de Justicia, estuvieron en un almacén propiedad del comandante. Tampoco hablaron cuando a su prole le conculcaron derechos fundamentales. Recreo lo escrito a propósito de la expulsión de sus hijos de un colegio de privilegio, cito en la capital. Cuatro menores agraviados, vejados, maltratados, excluidos y el silencio acompañó la afrenta. Otro palmarés para los pujos humanitarios de ocasión.
Mientras fue un secreto a voces el enriquecimiento sospechoso del progenitor, las criaturas disfrutaban de los derechos correspondientes. Graciosas, aplicadas y además queridas. Señuelos para que el padre regalara, auspiciara construcciones, participara en reuniones.
La ruina las convirtió en escoria, en negritos hijos de nadie, indignos para compartir con la descendencia de la elite infractora, blancuzca y cuarterona. Ningún hijo de asesino, estuprador, prevaricador, contrabandista, estafador, ha sido expulsado de un colegio. La ley protege a los menores hasta de los padres morosos. Sin embargo, a los hijos de Quirino los sancionaron sin recato. Ahora que vuelve a la palestra su nombre, es pertinente la remembranza. Ahora que la losa cede y el resucitado asoma y el espanto rige y ruge, es bueno recordar.
La hipocresía no tuvo límites, la pandilla itinerante fue inclemente con el oficial. Nadie reclamó garantías para el supuesto responsable de la administración de un alijo espectacular de cocaína. El negro fronterizo, con rango militar, poco verbo, hermosos inmuebles, costosos automóviles, productivas granjas, estaciones de gasolina y un helicóptero, no merecía conmiseración.
Él, el único malvado, porque hurgar compromete, remenea muchos altares con guardianes permanentes. Quizás “el don” lo supo desde el principio, desde el primer acuerdo y a pesar de su heredad, casi secreta, y su jurisdicción sin límites, fue sagaz. No necesitó la ostentación urbana ni el codeo público con gerifaltes y vedettes. Demasiado poder y resguardo para perderse en comilonas y frivolidad. Las propinas discretas son muy efectivas. Quirino fue compendio de los vicios.
Summum de las lacras nacionales. Pedían la crucifixión de un vicario sin prosapia para exorcizar culpas que no ensucian el cuellito blanco de la rancia impunidad criolla.
Más caporal que capo, complació, fue espléndido hasta aquel día. Porque los hados traicionan. Son bellacos. La codicia exige, amenaza. Empero, desde entonces, ha sabido concertar. Más cerca del chenchén que del carpaccio, como buen vaquero, conoce lazos y lazadas. Su retorno alborota y la ocasión es propicia para rememorar, buscar archivos, reescribir lo escrito.
En este país de criminales confesos y descaro, de caridad penal y contubernio legendario, el retorno de Quirino, divierte y advierte, pretende subvertir. Durante once años, fue piltrafa para el festín de la falsía. La decisión de la juez Kimba Wood devuelve a la sociedad el hombre necesario. Mesías y augur. Un reposo con respaldo y delación, le asigna credibilidad al otrora traficante. Ha sido una estada como la de Getsemaní. Retorna purificado.
Sus confesiones tienen autoridad de la cosa juzgada para aquellos que execraban su existencia, convirtiéndolo en el Mefistófeles de Elías Piña. “El don” tiene dones. Es fetiche, ciudadano honesto, de pelo en pecho. Cada revelación, encriptada o no, es acopio de certezas. Su aceptación involucra rencores, apetencias y malquerencias políticas, tan aviesas como frágiles. El tema Quirino no estaba en agenda.
Ahora sí y entretiene ver a tantos conversos tras las huellas del vilipendiado, transformado en guardián de la moralidad nacional. Ah veleidades éticas que alocan y exponen miserias. Cuando conviene no existen preceptos, las acciones, públicas y privadas, son imprescriptibles, es innecesaria la tipificación de la infracción. No se reclaman presunciones, menos pruebas. La hoguera popular se enciende con cuaba. Arde imprudente y a veces, las chispas provocan incendios imprevistos.