El ojo crónico de Sergio González Rodríguez

El escritor y periodista Sergio González Rodríguez murió el 3 de abril en Ciudad de México.

Escrito por Guillermo Osorno, periodista y escritor mexicano. Es fundador de la revista digital Horizontal.mx.

CIUDAD DE MÉXICO, 4 de abril de 2017– En 1988, cuando estaba terminando mis estudios universitarios, Sergio González Rodríguez publicó su libro titulado Los bajos fondos, un collage de imágenes, ensayos y citas literarias que contaban una historia de la bohemia, el café literario, la vida nocturna y el crimen callejero de Ciudad de México.

Era el tipo de libro que un joven con alguna pretensión intelectual iba a devorar. Los bajos fondos participaba de una vieja tradición inspirada en Balzac, Dickens o Dostoievski que consiste en retratar zonas marginales y nocturnas como espacios de riesgo, pero también de liberación.

Igualmente, era la entrada en escena de un cronista de la ciudad que abrevaba en el ejemplo de excepcionales autores locales, como Salvador Novo y Carlos Monsiváis, cuyo programa político fue oponer la ciudad y su cosmopolitismo a los viejos moldes católicos y al nacionalismo revolucionario del partido en el gobierno, el PRI.

El propio González Rodríguez había pertenecido a ese paisaje nocturno y contracultural que describía. Era el bajista de Enigma, un grupo de rock conformado por sus hermanos. Tocaba en los hoyos funky, espacios marginales donde se concentraba de manera clandestina la juventud de Ciudad de México a escuchar música y bailar en los años setenta.

El mito cuenta que, luego de la explosión de unas bocinas, González Rodríguez había perdido capacidad auditiva. Solía decir, con cierta ironía, que por eso se había hecho intelectual.

A partir de 1979, trabajó en el consejo de redacción de uno de los suplementos culturales más importantes de la época, La Cultura en México, de la revista Siempre!, dirigido por Monsiváis. Su participación en la publicación terminó cuando el escritor decidió transferir la dirección a otras manos, pero a ninguno de sus cuatros consejeros.

Hace un par de años, en una feria del libro de Buenos Aires, donde coincidimos, González Rodríguez me prometió que me iba a contar los jugosos pormenores de ese desencuentro. Cuando publicó Los bajos fondos era colaborador de la revista Nexos y coordinador del suplemento cultural del periódico La Jornada.

En 1993 fue llamado a ocupar un puesto en el consejo editorial del naciente suplemento cultural del periódico Reforma, y durante todos estos años escribió allí columnas con varios temas. La más temida era la lista que publicaba al final del año sobre los mejores y peores libros, una revisión que los editores y escritores esperaban como las posadas o el pavo de Navidad, si sus libros eran halagados, o como la puesta de una venda en el patíbulo, si el libro era denostado.

En la segunda mitad de los años noventa, mientras el resto del país estaba capturado por el surgimiento de la rebelión zapatista o el arresto del hermano del presidente acusado de asesinar a su cuñado, González Rodríguez volteó su atención a un fenómeno criminal en el norte del país: el asesinato de mujeres en la ciudad fronteriza de Ciudad Juárez.

Las notas comenzaron a aparecer en el periódico Reforma y poco a poco fueron ganando tracción pública. El trabajo ganó un premio de periodismo cultural y luego apareció en forma de libro bajo el sello de Anagrama.

Huesos en el desierto es el primer gran libro sobre la violencia en México. Si el programa de la generación anterior de cronistas, encarnado por Carlos Monsiváis, era narrar los movimientos sociales, explorar la cultura popular o exponer la cursilería de las buenas conciencias o el anquilosamiento del nacionalismo revolucionario, González Rodríguez nos enfrentó al tema que se convirtió en la preocupación central de la crónica –y del país, claro está– a partir de entonces; nos expuso a los tópicos que luego serían comunes: impunidad, complicidad de las autoridades, fabricación de culpables, el dolor de las víctimas y el deterioro general de la vida pública.

González Rodríguez escribió otras cosas: novelas, prólogos, libros para niños y más columnas. Leía con mucha curiosidad a los nuevos escritores y era muy generoso con ellos; no solo compartía lecturas o experiencias, sino también correrías nocturnas a lugares insólitos o sofisticados.

Regresó al tema de la violencia con tres libros más: El Hombre sin cabeza (2009), cuyo punto de partida es el deterioro de la seguridad de un país donde los narcos hacen rodar cabezas en lugares públicos; Campo de guerra (2014), un ensayo que reflexiona sobre la geopolítica de la violencia, y Los 43 de Iguala (2015), un libro desafortunado sobre los estudiantes desaparecidos en septiembre de 2014, que muestra a un autor sin las mismas capacidades de explicación de un fenómeno que solo había empeorado.

La última vez que lo vi estaba celebrando en un bar taurino de la ciudad de Querétaro la aparición de La ira de México, una compilación de textos de cronistas de distintas generaciones. El libro era el testimonio de cómo el arroyo que había comenzado con Huesos en el desierto se había convertido en un caudaloso río en el periodismo y la crónica mexicana.

Diego Enrique Osorno, uno de los mejores cronistas del género, había organizado esa salida al bar y se refería a González Rodríguez con la cariñosa deferencia de un pupilo. Esa tarde, al salir de la cantina, me acordé de que González Rodríguez me debía una conversación sobre cómo se había distanciado de Monsiváis. Su muerte, sucedida hace unos días, me confirmó que es una estupidez monumental aplazar ese tipo de encuentros.

Guillermo Osorno es periodista y escritor mexicano. Es fundador de la revista digital Horizontal.mx.

Tomado del The New York Times

Deja una respuesta