Por Christopher Sabatini, profesor de la Escuela de Relaciones Internacionales y Públicas de la Universidad de Columbia y director ejecutivo de Global Americans. Es fundador y fue director de Americas Quarterly.
Foto.- En una conmemoración por el cincuenta aniversario de la muerte del Che Guevara en 2017, Miguel Díaz-Canel, a la izquierda, conversa con el presidente de Cuba, Raúl Castro. Credit Yamil Lage/Agence France-Presse — Getty Images
17 de abril de 2018.– En los próximos días, la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba elegirá al sucesor de Raúl Castro en la presidencia. La elección por sesión constitutiva, en la que probablemente resulte victorioso el actual vicepresidente Miguel Díaz-Canel, será la primera vez que alguien sin el apellido Castro gobierne Cuba desde que Fulgencio Batista huyó del país en el Año Nuevo de 1958 y Fidel Castro tomó el poder el 1 de enero de 1959.
Mientras Cuba atraviesa el proceso de transición —se espera que el gobierno cubano anuncie los resultados de la sesión el miércoles o el jueves—, las relaciones cubano-estadounidenses están en un momento álgido. Al tiempo que continúan a cuentagotas algunas conversaciones sobre el combate al terrorismo y la protección del medioambiente, la enfermedad misteriosa de diplomáticos estadounidenses en La Habana le ha dado al gobierno de Donald Trump la justificación para revertir los avances que se dieron durante la gestión de Obama y para reducir las relaciones diplomáticas a su punto más bajo desde que se restablecieron relaciones en la década de los setenta.
Hasta ahora se sabe poco, incluso dentro de Cuba, sobre el probable sucesor de Raúl Castro, Miguel Díaz-Canel. Ha ascendido posiciones con rapidez en el Partido Comunista, en el que inició como el primer secretario del partido en la provincia de Villa Clara. Las anécdotas más populares de Díaz-Canel —probablemente difundidas por el gobierno para retratarlo como a una persona modesta y moderna— son que solía trasladarse en bicicleta cuando trabajaba en la capital de Villa Clara, Santa Clara, que usa un iPad y es fanático de los Beatles y los Rolling Stones. Pese a la propaganda, Díaz-Canel parece estar cortado con la misma tijera que Castro.
A diferencia de los herederos anteriores de los hermanos Castro, Díaz-Canel ha mostrado un perfil bajo y ha mantenido su lealtad. El año pasado se filtró un video en el que aparecía reprochando a activistas de los derechos humanos y a las embajadas extranjeras por su “subversión”, un lenguaje que parece tomado directamente del manual de estilo de Castro.
Pero incluso si Díaz-Canel tiene deseos secretos de implementar reformas, tendría poco margen de maniobra para cambiar la dirección de la Revolución. Los más de 600 delegados de la Asamblea Nacional, quienes eligen al presidente y al Consejo de Estado —el órgano de suprema representación del gobierno de Cuba—, solo pueden seleccionar a sus integrantes de una lista de candidatos oficialmente aprobados. No pueden esperarse cambios significativos cuando muchos de los funcionarios del gobierno, incluyendo a los personajes históricos de la vieja guardia, vienen de las entrañas mismas de la Revolución.
Foto.- El vicepresidente cubano, Miguel Díaz-Canel, en Santa Clara el 11 de marzo de 2018 Credit Alejandro Ernesto
Por lo demás, la familia Castro continuará en la sombra de cualquier gobierno futuro de Cuba. Raúl Castro, aunque dejará la presidencia a sus 87 años, seguirá siendo el primer secretario general del Partido Comunista —el único partido oficial, y el organismo que impone la agenda del Estado— y mantendrá su cargo como comandante jefe de las Fuerzas Armadas, que controlan una gran parte de la economía cubana.
También hay otros Castro en el panorama. El hijo de Raúl, Alejandro, es una figura clave en el Ministerio del Interior, que controla la policía y se hace cargo de la vigilancia interna de la maquinaria represiva de Cuba. El general Luis Alberto Rodríguez, exyerno de Raúl, dirige Gaesa, una de las compañías militares de propiedades más grandes.
La economía es un área en la que el sucesor del castrismo podría tener posibilidad de hacer cambios. Y los cambios serán implementados por necesidad: la Revolución cubana agotó su vigor económico. En 2010, el mismo Raúl Castro admitió que el sistema económico cubano tenía deficiencias.
Para los cubanos sin acceso al estimado de 3,3 mil millones de dólares en remesas que llega a la isla cada año desde el extranjero y para aquellos que solo tienen acceso a las tiendas estatales y al sistema de libreta de racionamiento, la vida es poco prometedora.
El salvavidas económico de Cuba, el petróleo subsidiado de Venezuela, se está agotando, y el país no tiene una base de exportación diversa. Las leyes de inversión de 2014, destinadas a abrir la economía a la inversión extranjera, no han alcanzado sus objetivos. Incluso los éxitos promocionados —aunque exagerados— de la Revolución en los rubros de salud y educación han sido erosionados por la escasez y la falta de inversión estatal.
El mayor desafío económico será unificar el actual sistema de doble moneda, que incorpora por separado el peso cubano y una moneda internacional —llamado peso cubano convertible— para comerciar con otros países. (Un peso convertible se cotiza artificialmente en un dólar estadounidense y el peso cubano se cotiza a una tarifa generosa que ronda aproximadamente los 24 pesos locales por un peso internacional). Unificar las dos monedas nacionales generará una convulsión en la economía, incrementará los precios de los bienes importados y significaría el fin del sistema contable de doble entrada que muchas empresas usan para mantenerse solventes de manera artificial, algo que generará inflación y desempleo. Modernizar y mejorar la economía cubana requiere resolver este cambio doloroso.
Es aquí donde Estados Unidos puede ser útil. Aunque no es de interés estadounidense promover la inversión extranjera para consolidar a un régimen anacrónico y represivo, tampoco es de su interés mantenerse al margen al tiempo que un vecino con economía frágil colapsa con la implementación de políticas fallidas. En el peor escenario, una implosión económica provocaría malestar social y una crisis migratoria en las costas estadounidenses.
Organismos supranacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial podrían, a instancias de Washington, recibir subsidios especiales para ofrecer asistencia económica al próximo gobierno cubano, mientras proporcionan cobertura internacional para los esfuerzos liderados por Estados Unidos. Cualquier apoyo tendría que darse junto a un mensaje contundente de Washington y los bancos de que el gobierno cubano no puede responder a las protestas sociales con represión.
Hacer esto requeriría restaurar al personal de la embajada estadounidense como estaba en tiempos anteriores a Donald Trump para que funcionarios de Estados Unidos puedan tener contactos más cercanos con el gobierno cubano y con la población, tal como se negoció durante la gestión de Obama.
Aunque de forma gradual, el cambio generacional está llegando a Cuba. Y, sin importar que Díaz-Canel quiera o no abordarlas, el país enfrenta decisiones económicas muy complicadas.
En lugar de mantenerse a la distancia y no comprometerse, Estados Unidos debe jugar un papel prudente y de principios para ayudar a Cuba y, al hacerlo, moldear su futuro hacia más apertura económica y política.
Christopher Sabatini es profesor de la Escuela de Relaciones Internacionales y Públicas de la Universidad de Columbia y director ejecutivo de Global Americans. Es fundador y fue director de Americas Quarterly.