El ensayista, escritor y profesor, fue crítico literario de ‘The New Yorker’ desde 1966 hasta 1997
Por Juan Cruz
Madrid, España, martes.- 04.- febrero.- 2020.- George Steiner, intelectual y un hombre de letras cuya influyente crítica a menudo abordaba la paradoja del poder moral de la literatura, ha muerto este lunes en su casa en Cambridge, Inglaterra, según ha informado su hijo, citado por The New York Times. Steiner tenía 90 años. Ensayista, escritor de ficción, profesor y crítico literario, sucedió a Edmund Wilson como crítico de libros para The New Yorker desde 1966 hasta 1997. Durante este periodo, deslumbró a sus lectores por su profundidad analítica, convirtiéndose en un gran maestro de lo que se dio en llamar “literatura comparada”. Su defensa del canon y la crítica al relativismo y a la banalización técnica fueron los ejes de su obra.
Cuando nos recibió en su casa de Cambridge, Inglaterra, dijo que hablaría durante una hora. A lo largo de ese tiempo repasó la historia mundial, con el mismo énfasis en la guerra que en Chareles Darwin, en Pablo Neruda o en Albert Einstein. Atravesado por todas las heridas de su época, Steiner tenía el sentido del humor de un muchacho que sigue jugando, como aconsejaba Samuel Beckett, a fracasar mejor. Su historia fue la de un exiliado de todas las guerras del siglo XX y a todas ellas se refirió en esa entrevista que tuvimos cuando a Europa y al mundo los mordía la guerra de la austeridad, que prosigue. Esos días le dijo a su amigo y colega italiano Nuccio Ordine que él no se sentía ya cómodo en el mundo; este es un lugar irreconocible, y lo era para una de las personas que con más inteligencia lo interpretó.
Era tan preciso, y esa inteligencia era tan implacable, que, en su cabeza amueblada para el escándalo y la alegría no había ni un minuto de reposo para la improvisación. Hasta el punto que, cuando había pasado la hora en punto que nos dio para conversar, dijo: «Hemos acabado. Ahora vamos a tomar jerez, galletas, café y hummus». Y ahí, en ese rato en su cocina fue cuando él quiso saber de España, de nosotros, de otros escritores, con la memoria que aún tenía de cuando, en Oviedo, recibió en 2001 el Príncipe de Asturias. Era 2008. En España, y en el Reino Unido, estaba la sombra del paro, que a él le parecía la amenaza «más grande del futuro». Pero nos preguntó también, por ejemplo, por Javier Marías, «quien me honró haciéndome parte de su Reino de Redonda», a quien consideraba uno de los grandes escritores de Europa.
Su discusión con las artes, la poesía, la narrativa, la pintura, se reducía, en su inteligencia, a lo que según él era lo más sublime que había alcanzado el hombre, «la melodía». Según él, que parecía siempre estar dirigiendo una pequeña orquesta, subiendo y bajando sus manos como si en ellas estuviera la residencia de sus palabras, no había nada más perfecto que la melodía porque en ella estaba el misterio.
Era un hombre proclive al silencio y de ello hizo un monumento paródico: escribió un libro de ensayos, Los libros que nunca he escrito, y una prolongación de su autobiografíia, Errata, y en todo lo que escribió siempre estaba como su voluntad de tacharlo. Proclive al silencio, también lo fue al escándalo. Le preguntamos sobre lo que él sentía en torno a la tristeza y al pesimismo que fueron conceptos manejados por la generación que, como la suya, había vivido bajo la amenaza de la desaparición. Nos dijo: «¿Sabes por qué soy tan poco popular entre mis colegas académicos? Siendo joven ya dije que había una diferencia abismal entre el creador y el profesor, o editor, o crítico. Y a los colegas no les gusta escucharlo». Lo que no les gustó escuchar a sus colegas fue el capítulo Envidia: él fue el miembro más joven de la Universidad de Princeton, donde convivía con Einstein y Robert Oppenheimer. «Y yo quería ser El Cartero entre ellos, quiero que me llamen El Cartero, como ese personaje maravilloso en la película sobre Neruda. Es un trabajo muy hermoso ser profesor, ser el que entrega las cartas, aunque no las escriba». «Mis colegas», decía Steiner, «detestan escuchar eso. ¡La vanidad de los académicos es enorme! Derrida dijo que toda la literatura, hasta la más grande, es un mero pretexto. ¡Al infierno con Derrida! Shakespeare no es un pretexto. Beckett no es un pretexto. No lo es Neruda, no lo es Lorca».
Becket fue una parte clave de su conversación con la literatura, con la historia y con el fracaso. «Yo intento fracasar mejor», nos dijo. Después fue cuando, al piano, quiso emular a Franz Schubert y, más tarde, en la cocina, quiso ser el músico, el conversador, el hombre que, ante el mundo que entonces le rodeaba dijo, como le dijo a su amigo Nuccio Ordine, que era un horror vivir en un mundo que ya no reconocía. En aquella entrevista nos dijo: «Creo firmemente en el derecho a la eutanasia. Es un horror envejecer sin dignidad. Antes, las familias más o menos se podían hacer cargo de sus ancianos, pero ya no pueden. Quizás la próxima crisis sea generacional». Steiner estaba entonces prediciendo que un día la conversación que entonces milimetraba hasta hacerla perfecta en una hora dejara de existir algún día como síntoma final del fracaso que era al fin toda existencia. Aunque fuera tan pletórica como la suya.