SAN PEDRO DE MACORIS.- Unas siete mil familia que viven en los bateyes del Consejo Estatal del Azúcar (CEA) y los emporios azucareros privados en las provincias que integran la región este, se desgarran en medio de la miseria y el hambre, el desempleo y la falta de agua potable y viviendas adecuadas.
El hacinamiento, la falta de agua y el desempleo son el común denominador en unas 116 comunidades bateyeras de San Pedro de Macorís, Hato Mayor, El Seibo, La Romana e Higüey.
Para sobrevivir, después del paso del huracán Georges, los habitantes de los bateyes y otras comunidades circunvecinas, han tenido que dedicarse a la crianza de chivos y a la actividad del motoconcho, porque «en los campos queda poco que hacer».
El abastecimiento de agua es un mal endémico en las zonas cañeras de El Seibo, Hato Mayor y San Pedro de Macorís y el hacinamiento es caldo de cultivo para múltiples enfermedades que ya han cobrado la vida a muchos de sus habitantes.
La falta de agua es uno de los problemas más acuciantes de los bateyes del Este.
Los bateyes de Hato Mayor, poblados en más de un 80 % por ciudadanos de origen haitiano, carecen de agua, energía eléctrica, viviendas dignas, policlínicas y caminos en buenas condiciones.
Un estudio, realizado por Raúl Zecca Castel, revela que: «Nacer en Haití, en el 80 % de los casos, significa estar destinados a vivir bajo el umbral de la pobreza extrema. Y en el mejor de los casos, evidentemente, no por mucho tiempo».
La esperanza de vida supera con poco los 60 años y la mortalidad infantil se sitúa entre las más elevadas del mundo.
Cada día, decenas de haitianos deciden abandonar su propio hábitat y a sus seres queridos para alcanzar la cercana República Dominicana, con la ilusión de encontrar más allá de la frontera mejores condiciones de vida.
Es así como muchos se establecieron en la parte oriental de la isla para iniciar una especie de un calvario y no dejarse morir en aquella tierra agreste y pedregosa.
Los migrantes, durante su peregrinación hacia la esperanza, son guiados por traficantes, a menudo con la complicidad de agentes de la Policía y militares corruptos que puntualmente exigen un «peaje».
Símbolo por excelencia de esta cruda realidad son los bateyes, pequeños conglomerados de barracas dispersos entre las inmensas plantaciones de caña de azúcar.
Los barracones, creados desde hace siglos para acomodar a los trabajadores durante la zafra, con el tiempo se han convertido en bastiones de pobreza y marginación.
Tienen similitud con los campos de concentración y constituyen todavía guetos sociales y económicos reservados a la población de origen haitiano.
Son almacenes donde se consume la tragedia humana de muchos trabajadores, forzados a sobrevivir día tras día en condiciones de sufrimiento y denigratorias de la dignidad humana.
Malviven los unos sobre los otros en estos barracones, hombres, mujeres y niños que comparten espacios angostos e indecentes, sin ventanas, ni energía eléctrica, ni agua, durmiendo en el suelo o sobre precarias camas, o en colchones de espuma, con sábanas remendadas.
En los barracones se vive una existencia de prisioneros del azúcar, de víctimas impotentes de un sistema de trabajo basado en el engaño y el robo.
Muchos inmigrantes haitianos, que tienen hasta 90 años en los bateyes, llegaron movidos por las promesas vendidas a los trabajadores que eran realmente tentadoras: buenos salarios, fiestas pagadas, premios de producción, seguro social, liquidación y casas amuebladas.
La ilusión de una fácil ganancia los arropó y se tragaron el cuento. En poco tiempo, la realidad los golpeó.
Los días en los bateyes empiezan a las 4:00 de la madrugada, y terminan cuando se oculta al astro luz y no hay nada que hacer, que no sea mal bañarse y jugar una que otra mano de dominó.
En muchos bateyes de Hato Mayor y San Pedro de Macorís no se desayuna y solo se almuerza hasta que llegue la luz solar, alumbrando un nuevo día de faena y sacrificio.
Muchas mañanas solo sirven para afilar los machetes o correr en filas, como si se tratara de un ejército, a invadir los campos de caña.
Picar o cortar la caña es un trabajo duro, agotador y peligroso, y se hace sin protección, sin guantes, lo que torna la piel negra del brasero de negra a ceniza.
Cuando abren las manos, los braceros muestran sus heridas de batalla, libradas con el palo dulce, que finalmente beneficiará al dueño del emporio azucarero.
Como si fueran esclavos de guerra, trabajan sin interrupción hasta 10 y 12 horas por día, a menudo hasta los domingos, sin contrato escrito ni salario fijo.
Cobran quincenalmente, al destajo, según las toneladas acumuladas, pero finalmente reciben lo que el patrón o el capataz quieren.
Los salarios son infames, las condiciones de trabajo inhumanas, sin seguros médicos, pero plagados de enfermedades.
Se presume que en República Dominicana hay entre 500 mil y un millón de haitianos, cifras que se quedan en las especulaciones, porque la mayoría carece de documentos.
La vida los envuelve, zafra tras zafra, año tras año, quedando atrás las esperanzas de volver a encontrarse con sus seres queridos en Haití.
Los bateyes y comunidades más pobladas por inmigrantes de origen haitiano en el Este son: Haití Mejía, Paraíso Dos, Vasca, Montecristi, Mata de Palma, Jalonga, La Higuera, Batey Lechuza, Gautier, Quisqueya, San José de los Llanos, Las Pajas, Cambalache, Pringamosa, Altagracia, Isabel y Construcción.
También, Consuelito, Alejandro Bass, Monte Coca, Bejucal, Maguá, Batey UCE, El Botecito, El Soco, Guaza, Doña Ana, Anita, La Plaza y Casa Colorá.