Escrito por: Enrique Cabera Vásquez (Mellizo)
SAN PEDRO DE MACORIS,.- miércoles.- 26.- junio.- 2019.- .- Tuvo que montarse en una de las tres calaveras que salieron del Puerto de Palos de la Frontera aquel recordado 3 de agosto de 1492, comandada por el persistente y osado Cristóbal Colón, para encontrarse con él en medio de agravios, infamia y desdén, contemplarlo en actitud defensiva en la conmiseración de la historia. Ya sobre la nave procedió a tocarlo, abrazarlo, descifrar su enigma y sentimientos maltratados y escudriñar su interioridad quebrantada, contrariada, por aquel indígena amoroso y entregado a él con una docilidad tierna y un cariño sospechoso. Llegó hasta el descubridor del Nuevo Mundo con una postura comprensiva. Sin ambages se unió a su travesía de mar para atestiguar las vicisitudes enfrentadas durante el largo recorrido de su empresa resonada. Lo vio en su fornicación gozosa envuelto en un solo cuerpo con Aimaicua la mujer de su amigo jefe taino que se la entregó en un gesto desmesurado y prueba del intenso amor que le profesaba. Desde la cima desafiante de la nao del almirante sintió al igual que los marineros que les acompañaban el ímpetu embravecido de aquellas aguas oceánicas con su bruma y borrasca y convertidas en observatorio de la sangre generada por la hueste que luego volvieron a recoger los frutos de su viaje heroico. El comportamiento a posteriori de esos hombres malvados, ladrones y criminales, que desde la cultura de su codicia y ambición material violaron y diezmaron las tierras de Ayitíy ( Haití) y que luego de manera antojadiza, burlona y cruel, denominaron Hispaniola, y más tarde, Santo Domingo; y convirtieron su virgen hermosura en un extenso cementerio de aborígenes sucumbidos por el miedo, el terror, el trabajo forzado, la esclavitud, las violaciones sexuales, el escarnio, la felonía, y la muerte tenebrosa, con cuyo accionar pisotearon la naturaleza original de su esfuerzo, intención y propósito, que no fue otro que de llegar y dar a conocer el reino del Cipango.
Es la lectura épica de la novela «Al fin del mundo me iré, del escritor, cuentista, ensayista, y economista, Avelino Stanley, nacido en la ciudad de La Romana, pero criado en el Ingenio Consuelo de San Pedro de Macorís hasta la edad de 15 años, razón por lo que proclama con emoción y aire ufano que se siente petromacorisano de sentimiento y compromiso cultural. Este libro tiene 239 páginas distribuido en 51 capitulo, con auto diálogos, narraciones, monólogos, meditaciones, reflexiones y ponderaciones cualitativas de los personajes que se mueven en una vivencia de suspensos e interrogantes eclosionado en los sentimientos que motivaron y justificaron su acercamiento, intimidad, amistad, movilidad, sociedad, y comunicación transmitido en el encuentro de dos civilizaciones diametralmente diferentes. El contraste y contrapuntos de dos razas en actitudes y cultura de entendimientos y socialización de intereses distantes.
(Foto del escritor Avelino Stanley)
Avelino Stanley autor además de: Tiempo muerto, 1998, La máscara del tiempo, 1996, Equis, 1986, Catedral de la libido, 2000, Por qué no he de llorar: novela, 2003, La piel acosada: cuentos, 2007, El clamor de la chimenea: diez cuentos fundamentales de autores romanenses, 2005, La novela dominicana, 1980-2009: perfil de su desarrollo, 2009, La novela dominicana contemporánea, 2013, Los disparos: (cuentos), 1998, Valores en Juan Pablo Duarte, 2013, Antología personal, 1998, y Al fin del mundo me iré, 2006, que es el objeto de nuestros comentarios y opiniones, nos conduce por flamantes escenarios narrándonos y transmitiéndonos con una química de nobleza equitativa todo lo acontecido durante aquellas largas jornadas que sacudió el corazón de la isla La Española y la Placa del Caribe y sus 2,754 millones km² , cuyas tierras y mares fueron vapuleados y sometidos por los foráneos que desembarcaron hace más de 500 años, en perjuicio de sus propietarios naturales que vivían, se desenvolvían, interactuaban y compartían hombres y mujeres de bien en un entorno de paz paradisíaca.
Al tener este libro en nuestras manos instintivamente nuestra memoria retrocede para contemplar en retrospectiva aquellas huellas perdidas en la espesura de una historia contada a acomodo y contemplación mezquina por aquellos que no repararon en el dolor humano y la tragedia sufrida por una raza ingenua, cándida, sincera e inofensiva, sometida a suplicios horribles, abusada y esclavizada en nombre de una fe y una religión que lo llevó al extermino sin miramiento ni compasión.
(Foto de Cristóbal Colón)
Esta creación literaria pone de manifiesto la capacidad prosista del autor quien con habilidad construye un mundo fabuloso donde los personajes se sumergen en un dialogo de mea culpa estrafalario. Contiene simbólicamente un reproche a la deslealtad y al engaño. Expresa el dominio de los sentimientos por encima de la autoridad legítima. La vacilación de un líder indígena frente a la llegada de unos extraños salido de un monstruo flotantante sobre el Mar Caribe, desaliñados, hambrientos, agotados, y con la avaricia reflejada en sus miradas. Nos habla de la gloria y la riqueza. De la fuerza del amor doblegando la voluntad de un hombre; del sufrimiento de todos los habitantes del cacicazgo de Marien; de la ternura desdeñada. De lo irracional de los sentimientos; de la riqueza en vida y de la gloria después de la muerte; de la pasión versus la razón. De la llegada a un paraíso de vida silvestre. De la calidad que debe poseer un verdadero héroe; del concepto de la amistad. La tortura de los sentimientos. Nos habla de la paz y el amor. Contiene escenas eróticas. Es una historia novelada de la llegada de los españoles a la isla de Haití (La Española) en 1492 comandado por el almirante Cristóbal Colon.
Esta novela se sustenta en los diálogos entre el cacique solicito y el almirante ladino. Todo se desenvuelve entre la narrativa del autor y las narrativas de estos dos hombres distantes en su procedencia histórica y en sus ambiciones personales. No es una novela más hecha para condenar la barbarie cometida hace más de 500 años por aquellos españoles, es una obra destinada a conocer el corazón y los sentimientos contrastante entre dos raza desarrollada en condiciones culturales diferentes.
La estructura de los diálogos muestra con nitidez a Avelino Stanley como un escritor de alto vuelo. Con pleno conocimiento de la materia y cuya cultura le permite ahondar con seguridad literaria en el ámbito novelístico. Esta obra literaria se suma a las producciones de corte indigenista y que tuvo en Angulo Guridi su principal iniciador con la publicación de su novela «Los amores de los indios», en 1843, y que posteriormente continuo con Enriquillo, de Manuel de Jesús Galván, en 1879. Este tipo de novela surgió en el siglo XIX, en ellas los autores denuncian las condiciones ominosa y de injusticia de la población indígena o india en Hispanoamérica. Los principales exponentes de este género han sido el peruano Ciro Alegría, con «El Mundo es ancho y ajeno», los mexicanos Ermilio Abreu Gómez, con «Canek», y Rosario Castellanos, con «Balun Canan»; el boliviano Alcides Arguedas, con «Raza de Bronce», y el ecuatoriano Jorge Icaza, con «Huasipungo». Pero además, su esquema constructivo la sitúa en el espacio de las novelas históricas al reinscribir la historia de Cristóbal Colon y el cacique Guacanagaríx con ingredientes culturales novedosos y con un discurso tropológico y alegórico que desdice afirmaciones unívoca de arraigos tradicionales, oficial, en torno a estos dos personajes, presentando lo acontecido desde su propia valoración ética. Su trabajo se asemeja en ese sentido a las novelas El arpa y la sombra (1978), de Alejo Carpentier, Los perros del paraíso (1987), de Abel Posse, y La vigilia del almirante (1992), de Augusto Roa Bastos. He aquí la trascendencia literaria y cultural de esta formidable novela «Al fin del mundo me iré».
(Imágen del cacique Guacanagarix)
Esta historia. Esta fabulación honrosa. Consagra sin doblaje ni adorno el hondo afecto y atracción sentimental de Guacanagaríx, el manso Cacique de Marién (zona norte del actual Haití y República Dominicana), por un hombre, un extraño, y un «monstruo» sobre las aguas, traído por unos vientos violentos, furiosos, y que desde que sus ojos lo vieron lo hipnotizo magnéticamente. Enloqueció con su hermosura, con su rubia cabellera, sus ojos azules, nariz aguileña y prominente, y porte marcial. Sintió por éste una atracción enfermiza, subyugante y atormentada. Nunca antes los indígenas o aborígenes habían visto a otro ser humano con matices diferente a ellos en contextura y fisionomía antropológica. La presencia de esos españoles lo deslumbró.
Al tomar la decisión de subirse en la nao Santa María que comandaba el navegante genovés Cristoforo Colombo, casado con Felipa Moniz de Perestrello, hijo del cardador de lana Doménico Colombo y de Susana Fontanarossa, y quien después de dos rechazos de su proyecto, logró en abril de 1492 de los Reyes Católicos, Isabel l I de Castilla y Fernando de Aragón, el memorable pacto o acuerdo conocido como las Capitulaciones de Santa Fe, que le otorgó autorización y poder para emprender su hazaña portentosa; Avelino Stanley se dedica desde una narrativa e imaginación fecunda a la afanosa tarea de compilar, reseñar, y describir los tormentos, sinsabores, peligros, temores, y andanza de este intrépido hombre de mar que con tres embarcaciones cargadas de hombres barbudos y fieros emprendieron esa odisea temeraria que hoy se conoce como la Conquista de América.
Y el intruso. Los intrusos, llegaron y dispusieron a su conveniencias de cuantas cosas quisieron bajo la mirada confundida de aquellos habitantes asombrados, perplejos, sobrecogidos en el misterio de sus revelaciones; neutralizado en sus intenciones defensivas, porque la presencia de esta gente con sus cuerpos cubiertos y protegidos de vestimentas de telas chocaba con sus figuras desnudas, descalzas y expuestas a la inclemencia de la naturaleza. Eran gente que llevaba la bondad en sus labios. Esta realidad lo impactó; lo paralizó. Y entonces se convirtieron en obedientes de sus decires con humildad resignada.
(Imágen de Cristóbal Colón al pisar tierra en la isla La Hispaniola)
La obra presenta a dos figuras de la historia de aquellos hechos cuya mentalidad y cultura lo puso en evidencia. Uno desde una defensiva reverente y sumisa acompañada de una cordialidad entusiasta, el otro, desde una presencia dominante, imponente, y un liderazgo indiscutible. Está concebida con una prosa brillante donde se desarrollan sucesos de carácter histórico. Con ribetes pedagógicos presenta los acontecimientos de manera novelada pero desde una óptica que contradice clichés y adulteraciones historiográficas establecidas de manera arbitraria. Desdicen repeticiones y manipulaciones utilizada para confundir adrede o por desconocimiento real de los hechos. Es una novela para el debate.
«Ese, nuestro mar Caribe, a veces trae desde el infinito tempestades impetuosas que arrasan con todo. Fue desde la inmensidad de ese mar de donde aparecieron ellos, traídos por los vientos de un huracán. Y con su llegada tejieron miles de historia que llenaron de confusión la mente de los tainos. Ahora a quinientos años después, los dioses han decidido decir lo que sucedió. Lo dirán a través de mí, Guacanagaríx, cacique del territorio de Marien, en la isla de Haití, al momento de su llegada. Aunque ellos nunca me dijeron cacique, me decían rey. Fui escogido por los dioses porque sobre mis actitudes se han tejido las más disimiles versiones. Y pocos saben que ante la injuria, la mejor respuesta es el silencio, hasta que el razonamiento se encarga de llevar la verdad a su morada definitiva.» Así se expresa desde algún recóndito lugar del tiempo incontado Guacanagaríx.
La candidez de aquella raza martirizada conmovió la conciencia del jefe conquistador. Decidió confesarse ante la historia. Revelar toda la verdad oculta. Desnudar su interioridad protegida por la historia. Lo hizo desde la posteridad glorificada y las infinitas galaxias que hoy cubren su memoria. He aquí sus palabras perdida en el tiempo: “Ya no es mi voz de almirante la que habla, sino mis culpas. No importa que hayan pasado quinientos años de muerto; todavía mi alma anda vagando por los tugurios de la Tierra y ni siquiera a mis restos los dejan en paz. La notoriedad que alcance, enaltecida con ahínco por los que me han defendido, ha estado en una pugna eterna con aquellos que siempre han sido implacables conmigo, resaltando solo los errores que cometí. Unos y otros han convertido la historia de mi vida en un océano cuyas aguas, formadas por glorias y derrotas, van y vienen en una especie de danza en la que tanto me dan grandeza como me la quitan». «Ya no es mi voz de almirante la que habla, sino mis culpas. No importa que hayan pasado quinientos años de muerto; todavía mi alma anda vagando por los tugurios de la Tierra y ni siquiera a mis restos dejan en paz.»
Y continúa. «Ahora yo, Cristóbal Colon, almirante de mares adversos, después de sobrevivir a tantas veces a la muerte inminente, alabado y vilipendiado a causa de las mismas actitudes, juro que daré la versión definitiva de los hechos, pues de lo contrario arderé para siempre en la eterna llamaradas del infierno»…
Al dar a conocer esta confesión de mea culpa salida del corazón acongojado del quien fuera elevado a virrey y gobernador general de las Indias Occidentales como premio y recompensa por su proeza, nuestro Avelino Stanley nos va abriendo la interioridad postrera de un hombre que se siente en deuda histórica con un pueblo y un cacique amigo víctimas de su presencia avasalladora, quien en el pináculo de su gloria exaltada, y semblanza de su lejanía cósmica, le venían de manera imprudente inmensos recuerdos. Desataba su infidencia sin importar las consecuencias interpretativas. Veía con claridad reclamada la silueta del patriarca que confió en él de manera ciega y al que no ha podido encontrar ahora que habita en la profunda obscuridad indescifrable del reino de Cacibayagua y Amayauba. Memorizaba adolorido aquellos acontecimientos que le dieron vigencia trascendente a su existencia. Volvió sobre sus rastros para ver en fugaz repaso el súbito sonrojo provocado al ver a aquellos hombres y mujeres exhibiendo sus genitales sin pudor alguno, desnudos tal y como vinieron al mundo, en especial las mujeres lo que originó una morbosidad y apetito de carne entre la tripulación; de la caona (oro) entregado y obsequiado por lote con una espontánea facilidad por los nativos; del fragante humo de sustancia extrañas compartido de manera ceremonial; de su intensa relaciones sexuales con Ainaicua, hermosa y de cabellos largo, y esposa de su cacique amigo, cedida por éste como prueba de su amistad incondicional; la inhalación de polvo de caoba para elevarse al sitial del cemi procurando su consulta del futuro; de la reina Anacaona cuyo atractivo físico llamaba poderosamente la atención, mujer del cacique Caonabo, el bravo e intrépido jefe guerrero que le hizo la guerra y enfrentó a los intrusos europeos; del dejo de tristeza y pena que embargó a Guacanagaríx al momento de la despedida; de su conciencia atribulada por su interés desenfrenado por lucrarse de la amabilidad, hospitalidad e ingenuidad de aquella gente de buen corazón; de los banquetes disfrutado y el baile de areito en un compartir que desconocía sus ocultas intenciones de posesión de aquellas tierras y sus riquezas; de la aparición repetida del número 13 indicando malos augurios y un destino incierto evidenciado por aquel naufrago del 13 de agosto de 1476, de las mujeres que preñaron y los hijos que dejaron aquellos marineros enloquecidos en su lujuria libidinosa; de la Ciguapa cuya presunta presencia asustaba a los nativos, de cómo esas gentes quedó maravillada al ver por primera vez su rostro reflejado en un espejo; de la colectiva violación sexual a la nativa Guaguao dentro del barco durante el viaje de regreso y que solo atinaba a expresar con voz estridente, Turei, Turei, sobrecogida de dolor al ser penetrada insistentemente por un grupo de hombres insaciables y cuyos pene sobrepasaba el tamaño normal en su coito habitual con los tainos; de cómo falleció su esposa Felipa Moñiz a la que amaba hasta la muerte; de su leal gratitud hacia Martino Tortoni quien se convirtió en su segundo al mando y tuvo el privilegio de escuchar sus ideas de navegación conquistadora y que de inmediato lo apoyó y tuvo el encargo de reunirle los 24 hombre que se sumaron a su expedición tan lleno de peligro y sinsabores; de los temores que embargó a todos cuando las nieblas cubrieron la embarcación y se desplomó una de sus velas y puso la nao al garete y el horizonte quedó sin visibilidad; de los tumbes y giros que dieron en medio del mar que lo castigaba implacable y amenazaba con tragárselo con sus garras tenebrosas como castigo por su desafío de surcar sobre su extensivo y vasto cuerpo líquido; de la aparición de algas cuya presencia lo alentó y lo hizo asumir una nueva actitud de esperanza en medio del vendaval que lo azotaba; de cuando residía en Porto Santo y planeaba su viaje sobre el mar sin sopesar en peligro y riesgo alguno; de cómo fueron muriendo uno a uno los miembros de la tripulación víctima de chancro, gonorrea y otras dolencias contundentes como resultado de su promiscuidad y desenfreno sexual; del grito estremecedor y de júbilo emitido por el timonel Giovanni di Pietro cuando lleno de alegría diviso tierra; las llamaradas de las fogatas encendidas por los tainos en demostración de amistad en un compartir de alimentos y bebidas sabrosas que los sumía en una mágica duermevela; de aquella algarabía cuando Giovanni di Pietro imitando a los nativos en su forma original se quedó completamente desnudo mientras danzaba y daba saltos cómicos; de aquel recipiente que usaban los tainos para orinar y que tenía el nombre de higuera; de sus dúhos donde se sentaban a descansar, el correr de los gozques mudo (perros) siempre oliendo con sus hocicos alargados; de la Ceiba, ese árbol tropical de altura de 20 m; tronco cónico y robusto, con abundantes espinas cónicas y duras y tenido como algo sagrado, del Cajuil con su fruto exquisito lleno de vitaminas B1, B2, B3, B6 y C; de los banquetes de ganzos, patos e iguana asados y bien dorados por la bija untada; de su descanso placentero sobre la hamaca; de la comedera de guayaba, jagua, y mamey, entre otras delicias frutales, colocado como sobremesa luego de los manjares dispuesto por aquel pueblo sincero y hospitalario. Todo lo recordaba en su más mínimo detalle y circunstancias. Lo revivía en su conciencia. Y desde el sitial desconocido donde ahora se encuentra venera con pena a esos indios tainos que fueron sus amigos y servidores solidarios, lo visualiza con su baja estatura, sus cuerpos bien formados, lampiños, piel color cobriza, cara ancha, pómulos pronunciados, labios gruesos, buena dentadura y un corazón generoso.
Insistía en pensar en ella, en Ainaicua, no podía sacársela de su mente. «El olor de su cuerpo se mezcló con el recuerdo de sus miradas. Sus bondades de pequeños dios me desbordaron el pensamiento y se dispersaron por todo mi interior. De inmediato comenzaron a revolotear en torno a mí. Era algo que se volvía más reiterativo a cada instante. Cuando vine a ver, una de mis manos jugueteaba sin poder detenerse con aquel tabaco que tenía encendido entre las piernas. La conjugación del deseo y la ilusión no cesaban de agitarme la mano. Una desesperación se agigantaba dentro de mí aumentándome el calor y haciéndome sudar. El fuego, el olor y el cuerpo revolcándose juntos en la hamaca la hacían mecerse con un ritmo alocado. Aquel dormitorio de repente ya no estaba en el caney, sino que me tenía allá arriba, entre las nubes escalofriantes de la ilusión».
Eran gente de bien, hospitalaria, sencilla, humilde y apacible. Y de manera cruel fueron masacrados por sus paisanos y vecinos europeos que cegado por su ambición de riqueza y mucho más riqueza y la desenfrenada competencia de acumulación de oro no repararon en los daños humanos; la destrucción de familias y los masivos asesinatos cometidos. ¡Qué afrenta y que deshonor¡ ¡Que grande pecado contra la humanidad¡ ¡Que traición a su nombre! ¡Qué injusticia histórica! ¡Qué horror! Y lo peor, que él, Cristóbal Colon carga ante la historia con toda esa culpa.
Al igual que el glorificado Navegante el cacique Guacanagaríx desde su morada ignota también se golpeaba el pecho en señal de arrepentimiento por su debilidad, vacilación y claudicación. Avelino Stanley lo consagra en sus páginas vivenciales. Le da sentido de interpretación y justicia y en consecuencia le da un trato equilibrado. Atribuye su conducta a su vocación pacífica y preocupación por la suerte de su pueblo. Era un hombre de paz y honor. Un líder mesurado y responsable. Vio en aquellos forasteros la respuesta de su invocación a los dioses. Más que temor sintió curiosidad. Quedó anonadado, estupefacto, ante su presencia apabullante. Confundido, vencido, con la palidez del muerto sobre su envejecido y ajado rostro, comenzó diciéndose a sí mismo y para esclarecer la historia que se cuenta de él. «Me acusan de traidor, de servil, de entreguista y de haber actuado en contra de mi raza. Dicen que debí enfrentar a los barbados por intrusos, como lo hicieron los otros caciques. Sin embargo, todo se debió a la forma en que ese hombre, al llegar, penetró hasta lo más profundo en mi ser». Recordó que el principio de todo tuvo lugar cuando el brujo consejero recibió el mensaje de los dioses a través del cemí, ese día su cuerpo lleno de escalofrió, pues, se iba a cumplir el designio del dios Yiocavugama, se lo había también participado a los caciques amigos Cacivaquel y Gamanacoal. «Estos antes de morir, les dieron la información a sus herederos: El huracán traerá a un monstruo». La verdad de todo es que «cada quien tiene su más allá». Así estaba asentado. La abundancia de oro que brotaba de la tierra y que resplandecía en competencia con el sol y la luna y que le abrió un apetito posesivo a esos seres venidos de lejanos litorales lo transformó en toda su entereza humana.
La comunidad taína estaba organizada en cinco cacicazgos con sus caciques. Ellos eran: 1.- Marién gobernado por Guacanagaríx, dividido en 14 nitaínos. 2.- Maguá gobernado por Guarionex, dividido en 21 nitaínos. 3.- Maguana, gobernado por Caonabo, dividido por 21 nitaínos, 4.- Higüey gobernado por Cayacoa, dividido en 21 nitaínos. 5.- Jaragua gobernado por Bohechío, dividido en 26 nitaínos. Fue el cacicazgo de Marién del cacique Guacanagaríx, ubicado al noroeste de la isla, ubicado en El Guarico, cerca de lo que hoy se llama Cabo Haitiano, en Haití, por donde llegó Cristóbal Colón y sus acompañantes. Fue el primer grupo organizado en convertirse al cristianismo.
Guacanagaríx nunca abandonó su estado de perplejidad. Como explicarse que de ese mar gigantesco y bravo creado con el agua de una calabaza que se cayó al suelo y se rompió y que era propiedad del indio Yaya, y quien la había asegurado porque dentro tenía los huesos de su hijo Yayael, calabaza que como padre devoto a la memoria de su vástago guardaba con celo y que un día le entró un deseo apremiante de volver a ver a su hijo y en un descuido imperdonable al bajar la cabeza para ver al muchacho volcó accidentalmente el recipiente al suelo, y entonces notó que los huesos de su hijo se habían transformado en peces, pero en realidad fue que el envase fue tomado por cuatro hermanos gemelos que al sentir sus pasos lo abandonaron y colocaron en tal mala condición que cuando él lo tocó se vino abajo, y el impacto la agrietó y comenzó a manar agua y más agua hasta llenar y rebosar la parte baja de la tierra y fue con toda esa aguas que se formó el mar de los tainos. Y entonces se preguntaba como de esas aguas pudo luego provenir esa nave tan grande, ese monstruo que caminaba sobre el mar y de donde se apearon aquellos seres extraños dirigido por aquel hombre tan sin igual.
Poseído de una honda nostalgia solo atinaba a hablar consigo mismo en voz alta. A desahogarse. Recordó que fue escogido líder de su gente por los dioses. Entonces no había razones para dudar de él. Para tejer las más disimiles versiones sobre su conducta. «Y pocos saben que ante la injusticia, a la mejor respuesta es el silencio, hasta que el razonamiento se encarga de llevar la verdad a su morada definitiva». «Hace tiempo que mi cuerpo se volvió tierra. Desde entonces mi vida interior reposa allá en Canta, las inmensas alturas de las montañas haitianas donde también habita el dios Yiocavugama, el que ahora pone palabras en mi boca».
«Hasta ahora ningún estudioso ha dado con la razón que me movió a actuar. Me acusan de traidor, de servil, de entreguista y de haber actuado contra mi raza. Dicen que debí enfrentar a los barbados por intrusos, como lo hicieron los otros caciques. Sin embargo, todo se debió a la forma en que ese hombre, al llegar, penetró hasta lo más profundo de mi ser».
Todavía desde ultra tumba donde no tenía descanso sino el tormento de su fe hacia aquel hombre que lo embotó, que lo paralizó y se aprovechó de él, no cesaba de meditar, pensar y recordar su comportamiento estúpido frente a la sagacidad ladina de ese a quien consideró su amigo. Había sido traicionado por un mojigato cubierto de elegancia y eso le dolía con fuerza ascendente. Por más que lo explicara, que lo razonara, nadie lo entendería sería siempre visto y recordado como un ser débil, flojo y carente de personalidad propia. Por eso murió de tristeza y pena. «Se fue a las alturas como los dioses. Se internó en las montañas de su cacicazgo en Marien, igual que en toda La Hispaniola, eran muchas. Y allá, lejos de nuestras huestes, en la pureza del aire de toda esa tierra, muy apenado, murió de desengaño». Murió desolado, castigado por la mentira de su amigo ingrato y traidor. Dejó su mundo lleno de bondad y dioses naturales para habitar otra dimensión cósmica de competencia por privilegios de glorias y lauros resaltados.
No cesaba de pensar en la procedencia de esos visitantes inesperado. Recordó que le oyó decir a alguno de sus antepasados que muy lejos de ellos, en otras tierras y mares, existía un mundo de gente extraña. De colores oscuros, a los que les decían «pueblos de cabezas negras», pero estos no se asemejaban a ellos pues tenían la cabeza blanca, los cabellos rubios. Y estos trajeron unos animales fuertes de cuatro patas que le decían caballos. Y le llamaban patesis al hombre que hablaba con los dioses. Y le trajeron un obsequio en el que se miraban sus rostros y que ellos llamaban espejo. No, eso no podía venir de allí, tampoco salieron realmente del mar. Vinieron del fondo de la tierra, del fuego de las entrañas del suelo, por eso eran así de indolente, insensible. Solo pensaban en ellos. No le agradecieron su gesto de amabilidad y desprendimiento personal, la cantidad de oro que les regalaron, sus atenciones puntuales, su solidaridad. Su respuesta fue la crueldad…»Con razón los dioses anunciaron la desaparición. Todo lo visto todo lo sufrido, todas esas maldades nos convencieron de que no eran dioses. No podían serlo porque sus actitudes fueron muy descarnadas. ¡Oh que dolor tan grande, cómo me dejé arrastrar por su apariencia colorida y no le mire su adentro!
La verdad histórica es que el pueblo taino tuvo sus orígenes en los Arahuacos, guanahatabeyes y ciguayos de América del Sur.
Siguió en su cavilación, lo hacía con lágrimas de impotencia y de rabia. Le venía a la memoria los comentarios guardado en la historia de sus antepasados que siempre se lamentaban que ellos, los tainos, «no tuvieron su edad de cobre, estaño, hierro, bronce; que fundían en el fuego esos metales y hacían armas y armaduras para tener mayor capacidad de defensa frente a cualquier enemigo poderoso, como esos españoles, cuya fuerza militar lo superaba de manera aplastante. El comprendió eso al instante y por eso no ofreció resistencia y prefirió negociar, buscarle la vuelta a esos seres extraños para evitar una confrontación suicida. «Algunos tainos intentaron enfrentarlos, pero yo ni siquiera me molesté en hacerlo; comoquiera era imposible. No se trató de una sublevación, lo mío fue una forma de alejarme del dolor. De la destrucción. Una manera de protegerme para destruirme.»
Proseguía. «Por eso me entregue a la muerte. Entre las mismas montañas que nos dieron la vida, entre su paz. Ya él no me hacía nada de caso; sólo atendía a su fin y no iba a quedarme para morir a manos de ellos, pues vinieron a cumplir la profecía de Yiocayugama.»
Agregaba. «Ya pueden ver lo que sucedió, olvidarlo fue imposible. Y de entre esas montañas vine a dar este testimonio adherido a su vida; a mostrar ese triunfo suyo que se labró sobre la derrota mía sin usar contra í una sola espada. Yo sólo soy el infierno de su gloria, algo que hice por amor, no por la fuerza.»
Continuaba. «Cumplida mi misión, no debe quedar ningún rencor del pasado, porque entonces el futuro no avanza. El pasado sólo sirve para conocerlo, para no repetir los mismos errores; el presente tiene que ser construido a diario y su meta debe ser un futuro sin rencores.»
Y continuaba. «Ahora vuelvo a la montaña, las moradas celestiales de nuestra alma, donde vivimos sin rencor y sin culpa, donde estamos todos los tainos. Allá está nuestra forma de paz. Allá siempre estaré por los siglos de los siglos, hasta que llegue el fin del mundo.»
En «Al fin del mundo me iré», viajamos en la historia. Nos encontramos con el choque histórico de dos culturas. De dos pueblos movidos por fines contradictorios. Conocemos de los sentimientos de dos hombres con designios frontales. Descubrimos lo descocido y no contado y que cambió la geografía humana en esta parte del mundo. De miradas que se buscan con ansiedad temblorosa desde la profunda oscuridad donde se encuentran para desagraviarse bajo mágica sonrisa; juntarse en su misma historia y perderse entre las retamas misteriosas de los dioses. Porque por encima de todas las millares de páginas escritas y centenares de documentales en torno a la historia de la Conquista de América, no todo fue sangre y muerte.
Qué tiempos aquellos de aves emplumadas y flores marcando los caminos absorbiendo los sudores del destino para que la pena no aflija la continuidad de la belleza de la vida. ¡Glorifiquemos ese encanto! Dejemos aquellos sucesos en el embrollo de la historia y el escozor de arrepentimientos; que víctimas y victimarios continúen deambulando en su vuelo de justicia bajo el trópico de sol, luna y estrellas; alumbrando pesares y nostalgias, y puedan encontrarse sobre nubes de amores reverberando sus rostros en los espejos del oro saqueados.